Siempre que le veo está ahí. En el
mismo sitio. Lo ha intentado una y otra vez. Yo también.
El pelo gris le cubre un pedazo de
cabeza, como un visillo mal cerrado intenta tapar el sol (aunque los rayos
entren atenuados en la habitación). De la misma manera entreveo sus ideas, sus
pensamientos.
Su rostro anciano y arrugado, exhausto.
Unos ojos hundidos por el frío. Algunas ideas se le escapan de la cabeza como
el sol entre el visillo, y se derrama por sus pliegues. Los recorre uno a uno:
primero su frente fruncida, concentrada en que no se le escapen más ideas.
Atraviesa sin pudor esos ojos agrietados, cansados de tanto no-ver todo, de
tanto ver nada. Valiente señora la que se atreve a besarle en la boca y colarse
entre sus profundidades, esbozando una sonrisa: “otra cayó, como los marineros
ante las sirenas”
La ciudad pía, los pájaros llueven y
los hombres ladran. Pero él sigue ahí. Indemne. Inmune al latir de la sangre
que le hace reverberar la vena del cuello.
Grueso y tosco, casi inaudito. Seguro
de sí mismo, su cuello sube y baja la saliva, pero no dice nada. Es mejor oír que hablar.
Nunca he sabido qué hace, pero sus
manos de trabajador nunca descansan: con su pluma, los ojos entreabiertos (o
entrecerrados), los pies bajo la felpa de las zapatillas, y… y nunca veo nada
más. La oscuridad no me lo permite, y yo tampoco. Ni si quiera él.
Pero sus recuerdos se le caen con cada
año, cuelgan de cada fleco de la manta que reposa sobre sus piernas.
Y mientras él está ahí todos los
domingos en silencio con su pluma y no sé qué más, yo le imagino escribiendo un
nuevo trozo de manta que añadir a sus piernas. Que ni si quiera sé si tiene.
Quizá están muertas de fusil, o quizá estén fusiladas de tristeza.
“Tú, niña, que me miras desde el
banco. Tú, niña, que adivinas mis ideas. Tú, niña que descubres mi piernas
fusiladas a través de los ladrillos. Tú, niña, dulce y tierna niña. Tú, niña,
no mueras nunca entre hormigas”
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