7 de noviembre de 2013

Heridas de bala.

Pero a ti no te dio miedo acercarte a ver la herida. A la mayoría de personas les da miedo acercarse a los heridos de guerramor. Y te acercaste. Te acercaste a mirar, más movida por la curiosidad que  por la compasión.
Aún recuerdo tu reacción cuando conseguiste verla: "pues tampoco es para tanto -dijiste- yo también tengo una de esas. Pero ya que estoy aquí, me quedo un rato." Y te quedaste. ¡Te quedaste! Como si fuese lo más normal quedarse con un desconocido. "Lo conocido algún día fue desconocido -decías-. No tengo nada que perder, cuando me canse me voy, y listo". Lo decías tan tranquila, tan sencillamente normal, tan jodidamente segura, que daba hasta miedo. "Otra herida más no, por favor -pensaba yo-."
Te quedaste, miraste, hablamos, callamos, reímos, sonreímos, nos miraron, nos miramos. Nos levantamos, nos sentamos, nos volvimos a levantar y nos volvimos a sentar. Fumamos, cantamos y comimos shushi. Y nunca nos besamos (al menos en los labios).
Y de esto ya hace no sé cuánto tiempo. Pero aquí sigues: a mi lado. Y ahora que estás ahí abajo, bañándote, te miro escondida entre el humo de mi cigarro, a media luz, reflejada por el atardecer, con la música de fondo.
Estás escalofriantemente guapa hoy. Así, toda mojada (porque así te quiero yo, mojada y toda).
Tu pelo, tu cuerpo, tu boca. Tus ojos. Tu sonrisa. Que abogan por candidaturas en mi cuerpo sin siquiera pronunciarse. Y aquí estoy yo, tumbado en la hamaca, fumando (como siempre) y mirándote (como nunca, como si fuese la primera vez que te veo).
Te das la vuelta y me saludas, me sonríes, me incitas a que vaya a bañarme contigo. Tú, mi pequeña libélula, trozo de agua. Y yo, un triste gato callejero, con más miedo a tus embrujos que al agua (y eso es mucho decir para un gato), te grito que no, que cae la tarde, que te espero aquí, al otro lado de la orilla, fumando y escuchando Pereza total la que me da ir a arriesgarme (siempre fui un vago, pequeña, lo sabes).
Te quedas quieta, en mitad del lago, congelada de frío (y lo sé por tus pezones, que se notan desde este lado), y echas a andar. Andas hacia acá, toda decidida, cabreada incluso. El lago me deja entrever, cada vez más, tus piernas delgadas y jodidamente kilométricas (mi mamá siempre me regañó por decir palabrotas, pero es que, ¡hostia!, son preciosas). 
Sales del agua y tus pies dan saltitos, intentando evitar las piedras punzantes del camino (¡eres tan dulce a veces!). Y llegas. Llegas sin que me lo espere, porque estaba más pendiente de los adjetivos que de la distancia a la que te encontrabas. Total, que llegas, así de sopetón, te sientas, y me abrazas.
Tu piel mojada empapa mi alma, los pezones se te ponen más duros, mientras tu pelo, blando y mojado escurre por tu espalda gotas tan atrevidas que, de la envidia que les tengo, me veo obligado a pararlas antes de que besen tu culo.
Y no te beso. Y no me besas. Y no nos besamos. Nos quedamos así, abrazados, haciéndonos amor.
Y es que a veces creo que ya hemos hecho todo, y en realidad no nos queda nada por hacer...
Aunque aun tengo pendientes muchas cosas, como un beso en tu boca, y hacerte el amor contra la lavadora.
También en el coche, en el cine, en el baño de un bar y, por qué no, en la cama (no vayamos a pecar de conservadores)
Así que aquí estás: en mis brazos y en mi hamaca, abrazando mis descansos y mi vida, completamente equivocada, pensando que algún día te querré de otra forma, porque ya lo hago (de esa y de todas).

Esto, en realidad, no pasó como lo cuento, y seguramente nunca hayas pensado eso, y mucho menos de esa forma. Ésto sólo son palabras desbocadas de una tonta enamorada, imaginando alguna escena donde el final no sea el que es
al menos de momento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario