28 de febrero de 2013

Parásitos

"Sobrevive el más fuerte", esa es la regla. Los más pequeños acudían a sus madres temerosos de los crueles, esos que querían llenarles las cabezas con mocos pegajosos y verdes, tenían miedo de ser empapados. Ágiles y veloces (tanto como les permitían sus pequeñas piernas) huían despavoridos a sus regazos. Sus malolientes y sucias narices sonaban en la cueva, olfateando el lugar para quedarse, babeando, gruñiendo ansiosas de comerse al más débil. Aquello parecía una sinfonía de hambre, una sinfonía de miedo. Algunos estaban convalecientes, otros (carroñeros del lugar) acechaban a sus cadáveres. En medio de toda esa jauría, sentada, convaleciente de aquella ardua guerra que hace años la acompañaba (casi casi desde que nació). Se deslizó entre la jauría, se acomodó y comenzó a limpiarse las heridas. No llamaba mucho la atención, era pequeña y de pelo negro, le gustaba pasar desapercibida. De pronto, osó sacar algo de alimento que le quedaba. Ella no se dio cuenta, pero su objeto estaba prohibido en aquella región. El mundo se petrificó: todos la miraban, el tiempo se detuvo, los relojes temían dar el primer tic (del tac que le seguiría impepinablemente -de pepino-), luchaban para que sus brazos no hicieran ruido, los pájaros, los ríos, incluso sus narices guardaron silencio. Pero no un silencio agrio y gris, no. Fue un silencio endemoniado, lleno de ira. Todos querían su comida. Todos querían su pañuelo. Empezaron a gotear babas y mocos, empezaron a rodearla, miraban acehantes... querían lo que ella tenía. El jefe de la manada se acercó sigiloso mientras ella seguía curando sus heridas y entonces





























se abrieron las puertas y ella bajó del tren y tiró su clinex a la basura (ahora esos lobos tendrían que buscar otras presas -o bien, seguir su camino-).
Tenía otro en el bolsillo, y ese ya estaba lleno.
Había llegado el invierno
(por fin, en febrero).

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