Sólo había una cosa, una, sólo una que me hacía quedarme en Madrid: sus recovecos. Sus arrugas en la piel, los sitios que nadie ve a primera vista, que sólo una buena madrileña sabía reconocer. Pliegues llenos de arte, de música, de poesía, de pintura, de niños... de vida. Pliegues llenos de vida.
Sólo había una cosa, una, sólo una que me hacía querer irme de Madrid: su artificialidad incipiente. Sus calles pensadas con premeditación y alevosía. Sus prisas, sus mentiras, sus calumnias. Todas las prótesis que año tras año se le ha ido anexando a la ciudad: los grandes centros comerciales, el bullicio consumista de la gente, las miradas de desprecio bajo los cartones...
Sólo había un sitio de Madrid que se salvaba, que me salvaba: la música callejera. Sentarme en mi sitio favorito de Madrid, en el paseo del Palacio Real, mirar hacia los costados, ver gente, ver calle, ver atardeceres, y siempre siempre siempre, sin falta, ver sus caras. Las caras de los que ponen banda sonora a mis paseos. Las caras de los que me sonríen si les miro. Las caras de todos ellos haciéndole el amor, por una vez en mucho tiempo, a algo tan efímero como es la música. Con sus negras y sus blancas, sus redondas... con sus silencios. Haciéndole el amor a los silencios. Sólo eso me salvaba de esta ciudad podrida de dinero mal invertido.
Y sólo había una cosa que temía perder: la música. La música que tanto nos acompaña siempre. Porque ¿qué somos sin música? ¿qué haríamos sin ellos, que nos cantan? Los que hacen que la vida adquiera sentido, los que hacen que te atrevas a tararear una de Mozart o a bailar con los mariachis en la Puerta del Sol.
¿Y ahora? Y ahora me los quitan. Me quitan los acordes que llegan mal parados a mis oídos, cansados de esquivar tanto ruido. Me quitan la música. La música que hace que Madrid tenga vida. La música callejera. Es, para que me entiendan, como si a Argentina le quitan los tangos. ¡¡Yo, que vivo con la música a la espalda!!... (Así, para darle un poco de dramatismo al asunto por si todavía nadie se había percatado de lo grave del asunto)
Resulta que todo lo que yo me había construido sobre Madrid, las pocas balsas que me salvaban del naufragio de la ciudad, son simple y llanamente... ¡mentira!
Yo sé que hay mucha gente que leerá esto, porque siempre me suele leer. Y también sé que hay mucha gente que no lo hará, porque no suele leerme. Pero si has llegado hasta aquí sabes de lo que te hablo, sabes lo que siento, porque sabes tan bien como yo que hay cosas que no se nos puede arrebatar tan fácilmente. Y una de ellas es la música.
Porque me niego a creer que hasta los pliegues de Madrid sean artificiales.
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