1 de octubre de 2013
Otoño.
Sentada en el sentido de la marcha, como raras veces desde que nací, mirando por la ventana del tren. el túnel está oscuro, sólo se adivinan los cables de colores. Una luz se atisba al final del túnel, y en lo que se cambia una canción ya estamos fuera. La luz blanca duele a los ojos. El rock suaviza mis oídos. El cielo, encapotado como en el trabalenguas, parece querer ahogarme el día. Así que empieza a llover improperios, como los de Jere, contra mi ventana. Y sólo entonces, cuando casi me convence de que es una mala tarde, una tarde gris, de las de quedarse en casa y no salir a mojarse, entonces y sólo entonces aterriza una gota fantasma en mi cara. Me acaricio la mejilla buscando algún rastro de agua de la que secarme o saciarme, como si de una lágrima se tratase, pero no hay nada. Está seco. Sin embargo, la sensación de una gota estrellada contra mi pómulo sigue intacta. Incluso imagino el curso que seguiría ahora ese pequeño fantasma, y la veo casi recorrer el resto de mi cara y lanzarse al vacío de mi cuerpo, sin paracaídas, sin saber en qué lugar exacto podrá aterrizar. Es entonces cuando sonrío. Cuando me sonrío a mí y al mundo, al cielo que me acecha y a ese fantasma que me ha devuelto la sonrisa del otoño que a mí me gusta.
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