A ella no le gustaban las cosquillas
y tenía más rotos que descosíos,
pero sabía vivir consigo
su risa.
Ella no esperaba que alguien le hiciese un poema
y se los hacía ella para quererse
(Aunque todo era mentira:
no, ella no se quería).
Te dejaba ver su bosque,
bañarte en el lago se sus caricias,
volar en su pista de baile.
Pero todo el mundo sabe
que cuanto más te dejas ver,
más te escondes.
Siempre tenía amor para dar,
pero nunca para guardarse un poco.
Siempre tenía abrazos para todos
pero nunca supo echarse una mano cuando lo necesitaba.
Siempre supo qué era lo mejor de todos
pero después de una vida entera,
seguía sin saber si ella
servía para algo que más
que para ser cuerpo para follar.
Nunca tuvo miedo al amor.
El amor es un truño
del que te acostumbras a su olor
e incluso acaba gustándote.
Pero la vida es una puta
y te pide cuentas al final de cada partida.
Y a eso,
a eso no te acostumbras.
Sus miedos iban más allá de los hombres que no la quisieron o que la hicieron daño.
Su problema está debajo de la piel,
justo al lado de lo que no se ve.
Justo al lado de lo que da miedo contar.
Por miedo a desangrarse (aún más).
Ella seguía levantándose cada mañana
preguntándose por qué hoy había que vivir.
Ella seguía levantándose, preguntándose
por qué ella tenía que vivir.
Ella seguía preguntándose
qué de ella merecía la pena,
qué tenía ella que no tuviera otra.
Y nunca sabía responderse.
Y nunca supo responderse.
Pero entonces, él, un día, decidió llorar con ella
si ella lo hacía.
Y decidió hacerle cosquillas.
Y ella, con más golpes que miedo,
se dejó hacer
y se echó a reír.
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