Ni en mis mejores tiempos fui capaz de averiguar lo que escondía. Ni lo que escondía él, ni lo que escondían sus ojos.
Vivía tras una sonrisa de hielo. Le gustaba hacerlo. Le gustaba estar al margen, mirar al resto sin ser visto. Esconderse tras el vaso de agua.
Así se presentaba: un tipo que pasaba de todo el mundo, un tipo que no quería cuentas con nadie. Un tipo frío y distante, pero lo suficientemente cercano como para que no se diesen cuenta. Un tipo que desaparecía sin decir cuándo volvería (ni si volvería). Un tipo.
A veces me lo imagino como una de las estatuas del Palacio Real de Madrid. Una maravillosa estatua en la que poca gente se fija. Pero que si te paras a mirar son maravillosas, bonitas... y hasta cálidas, me atervería a decir.
Creo que eso fue lo que me pasó: me paré a mirar, y miré. Y vi un montón de cosas tras ese hielo (porque al fin y al cabo, el hielo es frío... pero trambién transparente).
Vi miedo, pero también vi dulzura. Vi sencillez y cariño (o falta de él). Me encontré alguna que otra carta de amor, y pedazos de un corazón roto. Había millones de cosas, cosas que aún no conozco, incluso.
Y está bien así: me gusta no saberlo todo de él. Me gusta que él no sepa todo de mí. Me gusta poder intuirle.
Sin embargo, de vez en cuando me asalta la duda: ¿es acaso esa calidez que siento, que atisbo tras él, parte de la careta? No lo sé, pero las relaciones no están hechas para desconfiar. Así que confío. Confío y me quedo aquí dentro, descubriendo tras sus poemas lo que él me quiera venir a enseñar.
Hoy en la parte inferior de mi ventan averiguo una luna semillena a través de la mosquitera que mi padre instaló hace tiempo. Averiguo una luna alzándose entre el ángulo que forman las paredes del edificio.
Sin embargo, todavía hoy sigo sin averiguar qué esconden sus muecas.
Fue una época oscura. Fue entonces cuando nos conocimos.
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