La noche era fría. Llovía y yo iba descalza. No tenía miedo, la luz de las farolas me acompañaba. Yo a ellas no.
Anduve
horas y horas a la intemperie aquella noche de Marzo. La gabardina me
tapaba el cuerpo, la cara, los brazos. Sólo mis ojos y mis pies quedaban
a la intemperie. La soledad me acompaña. El tiempo no corre. La lluvia
se acompasa al latido de mi corazón. Mis pies caminan lento, notando el
asfalto, clavándose algunos cristales. Las gotas me inundan los ojos.
Los cierro y sigo caminando. Una gota cae desde mi frente hasta mi nariz
y se suicida al vacío de mi boca. Otra gota. Lentamente recorre mi
cara. Noto como baja. Abro los ojos de golpe. El corazón se me acelera.
Hace rato que las farolas se apagan. Quizá mis pies fundieran las
bombillas. Comienzo a andar más deprisa. Nunca me dio miedo la
oscuridad, pero sí los pasos de la gente. El corazón se me acelera. En
la calle oigo un tiroteo, y las ratas huyen despavoridas por mi
presencia. Comienzo a correr, el corazón me ahoga. La lluvia me moja la
gabardina. Giro de vez en cuando la cabeza. Hay alguien. No sé quién es,
pero me da miedo. Sigo corriendo. Tengo miedo. Los charcos mojan hasta
mis rodillas. Comienzo a cansarme, a ser débil, a ser frágil. Pero eso
da igual. Nadie lo puede saber. La fragilidad, el miedo es pasa los
débiles. Yo nunca he aparentado debilidad. No lo puedo hacer tampoco
ahora. Vuelvo a girar la cabeza. Sigue ahí, observándome. Sigo
corriendo. No soy capaz de verle. La oscuridad le arrastra, le protege,
le cuida. La agonía me persigue. Sólo me mira. No deja de mirarme.
Vuelvo la cabeza y ahí está él. De golpe. De pronto. Me paro en seco.
Fatigada. Con lágrimas en los ojos. Él me mira. Me cuida, me mima. Le
aparto de un golpe, le empujo y corro hacia atrás. Más miedo me da él
que el otro. Corro hacia atrás. Tengo que encontrarle. De vez en cuando
vuelvo la mirada pero no me hace falta entornar mucho la mirada. Él está
ahí, mirándome con ternura. Se ha puesto a correr conmigo. Me ha cogido
de la mano. Tengo miedo y él lo sabe. Y no le importa. Comienzo a
correr más y más rápido. Y resbalo. Resbalo y le tiro. A los dos. No lo
hice a posta. Lo siento. Él ahora, está en el suelo, sangrando. Su
corazón agoniza. La sangre le inunda. A su alrededor un charco rojo. Él
he venido. El otro. También tiene una herida: de tanto mirarme las gotas
de mi caída le han mojado os ojos. No quería haceros daño. Sólo corrí
por miedo. Pero eso ahora da igual. Ya me he caído. Y a vosotros sólo os
importa eso. Ninguno me deja curarle. Me apartáis. Me miráis. Os dais
la vuelta y os vais.
Lo
siento. ¡Lo siento! Mi grito se pierde en el eco de mi miedo. La lluvia
moja mi pelo. El corazón en un puño. Y mis lágrimas cayendo en el dedo
gordo del pie. Por miedo, quise correr hacia los dos. Por miedo, quise
tenerles a los dos. Y por quererlo, les he perdido a los dos. La calle
vacía. Ya no se oye nada. De fondo una canción. Una cualquiera.
La noche llega a su fin, y a ella le da igual. ¿Qué más da? Sólo estoy yo.
No
debí empujaros. Lo sé. Miro la calle y está vacía. El ya no está. Él
tampoco. No están ninguno de los dos. Y aunque sentada en un charco, con
toda esa agua que tanto me gusta, y las gotas repiqueteando en el
suelo, me ahogo. Y aunque ya no sirva de nada. Aunque no estéis aquí
ninguno de los dos: Lo siento.
Fdo: M
[Marzo, 2011]
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